NOTA: Este artículo es una traducción al castellano del original en inglés It's the cities, stupid. El autor original es Mark Rosenfelder. La traducción es mía.
Un escrito mío mencionaba las ciudades, lo cual llevó a una discusión retorcida sobre las ciudades y las áreas rurales en mi región, y todo esto me hizo darme cuenta de que no hay suficiente gente que haya leido a Jane Jacobs.
Muchos lo han hecho; su libro The Death and Life of Great American
Cities (1961), (La muerte y vida de las grandes ciudades
norteamericanas) es una celebración de los vecindarios urbanos y
un aviso de cómo estaban siendo destruidos por los zares de la
renovación urbana, y ha pasado de ser un libro iconoclasta a ser parte
del currículum en cuarenta años.
Sin embargo, son aun mejores sus libros The Economy of Cities (1970) (La economía de las ciudades) y Cities and the Wealth of Nations (1984) (Las ciudades y la riqueza de las naciones), dos volúmenes gemelos que no hacen menos que demoler y reconstruir la macroeconomía. La economía se fue por el camino equivocado, explica Jacobs, con la obra a la que alude su título, el The Wealth of Nations (La riqueza de las naciones) de Adam Smith. Las naciones no son la unidad adecuada para el estudio macroeconómico; las ciudades sí lo son.
Jacobs llega a esta conclusión al considerar la estanflación de los 1970s — desempleo e inflación altos de manera simultánea, algo que no debería ser posible según las economías izquierdistas (Keynesianas) o derechistas (de mercado). Ambos factores supuestamente estarían equilibrados. Jacobs apunta que esta condición — precios altos y trabajo insuficiente — es normal para regiones atrasadas; los economistas occidentales confundieron el crecimiento económico, accidentado pero constante desde los tiempos de Smith, con una condición permanente.
El pensar en términos de economías nacionales hace que se mezclen muchos hechos económicos. Una vez que nos quitamos estas gafas, vemos que el mundo no consiste en naciones desarrolladas y otras pobres, sino de regiones pobres y otras desarrolladas. Una de las grandes ventajas de este punto de vista es que nos hace conscientes de las regiones atrasadas en el Primer Mundo, y hace darnos cuenta de que éstas siguen la misma dinámica que las del Tercer Mundo. Hoy en día las primeras pueden ser suficientemente confortables debido a la transferencia de subsidios por parte de las regiones ricas, aun cuando en sí siguen siendo económicamente pasivas.
Además, las regiones dinámicas se centran en ciudades. (La única excepción aparente: regiones de aprovisionamiento, ricas en recursos naturales. Nos referiremos a ellas más adelante; por ahora sólo haremos notar que esas regiones son ricas porque las ciudades quieren sus recursos y van y los obtienen. Los árabes no tuvieron que cruzar el océano para buscar quién les comprara su petróleo.)
Pero, ¿no es que las ciudades surgen a partir de la agricultura y dependen de ella? No: todo el progreso económico tiene origen en las ciudades, nos dice Jacobs; y añade con deleite que todo el progreso en la agricultura surge de las ciudades. Los grandes avances, como cosechadoras mecánicas y la electricidad, se inventaron y fueron adoptadas en las ciudades o cerca de ellas antes de aplicarse a las regiones rurales más alejadas. Las mejoras en la productividad rural siempre comienzan cerca de las ciudades y más tarde se difunden.
Lo que pensamos como actividades exclusivamente rurales comenzó en las
ciudades. En la Europa pre-moderna, la industria casera por
excelencia era el tejido de telas; pero antes de que las telas se
produjeran en el campo, este oficio se redescubrió y se realizó en las
ciudades. Los campesinos de la Edad Media sobrevivían a base de gruel
o gachas; el arte de hacer pan se recuperó primero en las ciudades (y
con base en el cultivo de granos citadino; las ciudades medievales tenían sus
propios campos de cultivo). En nuestras áreas rurales hay ranchos
inmensos donde los animales se engordan antes de sacrificarlos; son
trasplantes de los establos urbanos de Kansas y Chicago.
Para acabar con la idea de que las ciudades se generan espontáneamente a partir de lo rural, Jacobs describe la inabilidad de Irlanda para reformarse después de la hambruna desastrosa de los 1840s:
No había puertos para recibir alimentos de ayuda... No había molinos para moler el grano de ayuda. No había mecánicos ni herramientas para construir molinos. No había hornos para hacer pan. No había forma de difundir la información de cómo cultivar alimentos que no fueran patatas. No había forma de distribuir semillas de otros cultivos, ni de surtir las herramientas que eran indispensables para un cambio en los cultivos...
Los irlandeses alcanzaron este penoso punto porque estaban totalmente subyugados de manera económica y social. Pero la raíz de esta sujección — y la razón por la cual fue tan efectiva y que los había tenido tan desamparados — fue la supresión sistemática de la industria en las ciudades, la misma supresión que los ingleses trataron de forzar, infructuosamente, en las pequeñas ciudades de las colonias americanas.
Más cerca de nosotros, he aquí un reporte de un tal Henry Grady, quien hablaba en 1880 sobre un funeral en Pickens Co., Georgia, algunos años antes.
La tumba se excavó en mármol sólido, pero la lápida de mármol vino de Vermont. La tumba se ubicaba en un monte de pinos, pero el ataúd de pino vino de Cincinnati. Un cerro de hierro le daba sombra al lugar, pero los clavos de hierro para el ataúd y los tornillos de la pala vinieron de Pittsburgh. Aun con madera dura y metal abundantes, el cadáver se llevó en una carreta hecha en South Bend, Indiana. Un bosque de jicoria crecía cerca de ahí, pero los mangos del pico y pala vinieron de Nueva York. La camisa de algodón del hombre muerto vino de Cincinnati, el saco y calzones de Chicago, los zapatos de Boston; las manos acomodadas se pusieron dentro de guantes blancos de Nueva York... Este lugar, lleno de recursos sin aprovecharse, no dio nada para el funeral excepto el cadáver y el hoyo en la tierra, y probablemente hubiera importado ambos si fuera posible.
Grady describe elocuentemente la circunstancia de una región económicamente pasiva: aun con todos sus recursos, no produce nada.
El siguiente paso, al que Grady no llega, es notar que ninguna de las importaciones vino de Atlanta, a sólo ochenta millas de ahí. No todas las ciudades son entes económicas dinámicas; la Atlanta de 1880 era tan pasiva e improductiva como sus campos aledaños.
El proceso faltante — el motor que Jacobs descubre para toda la vida económica — es el remplazo de importaciones. Jacobs ilustra esto con el comienzo de la vida industrial en Japón. Ésta comienza al final de los 1800s, cuando Japón importaba bicicletas. Surgieron talleres de reparaciones en Tokio, que al principio reutilizaban las bicicletas descompuestas para sacar piezas de repuesto. Cuando hubo suficientes de ellos, algunos talleres comenzaron a producir de forma local las piezas más utilizadas. Se hicieron más y más piezas, hasta que Tokio pudo producir sus propias bicicletas y exportarlas a otras ciudades japonesas — en las cuales se repitió el mismo proceso.
Este proceso no sólo crea trabajo y empleos, sino que crea experiencia e innovación: las ciudades aprenden a resolver problemas de formas nuevas, y transfieren entre sí su experiencia para hacer cosas. Además crea riqueza: al remplazar importaciones, la ciudad se vuelve más rica, porque no sólo tiene todavía lo que solía importar (bicicletas, en este ejemplo), sino que ahora puede pagar importaciones nuevas y más caras.
Así es como comenzaron todas las naciones desarrolladas — Europa, Norteamérica, las economías jóvenes de Asia; no hay otra manera.
Una ciudad dinámica transforma su área circundante en lo que Jacobs llama una región urbana. Éstas son las únicas regiones, enfatiza Jacobs, en que el desarrollo trabaja de forma balanceada. Las granjas cercanas se desarrollan por las mejoras en productividad desarrolladas en las ciudades; esto libera mano de obra para fábricas y otros trabajos trasplantados de la ciudad; el capital se hace disponible para mejoras cívicas y de infraestructura.
Una región urbana que trabaja bien no necesita expertos en desarrollo; se desarrolla a sí misma. Los Estados Unidos de América son una nación bendecida con muchas regiones urbanas — aunque está lejos de estar cubierta de ellas. Por ejemplo, el límite al sur de New Hampshire cae dentro del área urbana de Boston — un hecho exasperante para los oficiales del gobierno de New Hampshire, que naturalmente preferirían que el desarrollo fuera uniforme en su estado. Pero la región urbana testarudamente se rehúsa a extenderse tan lejos.
Las ciudades generan cinco fuerzas que llegan a modificar su entorno, o el mundo entero: su sed de insumos; su abundancia de trabajos; sus mejoras en productividad; trasplantes de trabajo de las ciudades; y capital.
Tal vez el descubrimiento más importante de Jacobs es que estas fuerzas actuan de forma balanceada sólo en las ciudades y en las regiones urbanas. Fuera de ellas, actúan de manera aislada y casi siempre de forma destructiva. Una por una:
Una región de insumos es una fuente de recursos naturales. Pensamos en los recursos como riquezas, pero sería más cierto decir que cuando los dioses quieren maldecir una región, la hacen rica en recursos naturales.
Las regiones de insumos pueden volverse fabulosamente ricas. Los
recursos naturales produjeron el "boom" del caucho en el Amazonas
en los 1900s, hicieron de Uruguay la Suiza de Sudamérica unas
décadas después, y dieron a Arabia Saudita sus billones. El
problema llega cuando los recursos comienzan a venir de otro lado
(como ocurrió con el Amazonas), o cuando se vuelven menos
indispensables (como cuando los plásticos redujeron la demanda por
el cuero y pieles uruguayas), o cuando se acaban (como ocurrirá
eventualmente con el petróleo).
Una región urbana está acostumbrada al cambio y está innovando siempre; una región de insumos no lo está. Ésta trata a sus recursos como un regalo de dios, como un beneficio interminable; sólo se prepara a regañadientes para el final del "boom", y cuando éste llega lo hace sin avisar. Ya hoy Arabia Saudita, con una población que se ha triplicado en un par de generaciones, se cuenta como una nación pobre en vez de rica, y la crisis auténtica aun no ha comenzado.
Y estos casos, debebemos enfatizar, son los que tienen suerte, en donde la gente local se beneficia de los recursos naturales. Los Aimara que tuvieron la desfortuna de vivir certa del Potosí nunca se beneficiaron de sus riquezas de plata; se volvieron esclavos de los españoles. El antiguo Egipto nunca logró transformar su riqueza de granos en poder o desarrollo; simplemente se volvió el granero de los griegos y luego de los romanos.
El buen desarrollo de las ciudades a menudo se le atribuye a una buena ubicación; pero una buena ubicación puedo no llevar a ningún lado. ¿No esperaríamos, por ejemplo, que la boca del río más grande de Nueva Inglaterra fuera su eje comercial? Pero el Viejo Saybrook nunca llegó a ser gran cosa; Boston sí lo hizo.
(Hay una excepción importante, sin embargo: las ciudades pueden desarrollarse en regiones de insumos. Sin embargo, parece ser una regla que esto ocurre menos frecuentemente en las regiones más favorecidas por la naturaleza. Fue el norte de los Estados Unidos, no el Sur rico en agricultura, que se industrializó. Japón es prácticamente yermo en recursos naturales; Inglaterra no es ningún baúl de tesoros. La primera ciudad europea en recuperarse de la Edad Oscura, Venecia, estaba situada en un pantano.)
Las ciudades producen empleos, y le roban población a las áreas rurales. Esto puede producir una prosperidad temporal. Jacobs da el ejemplo de el pueblo de Nazíparo, México, cuyo único recurso económico son las remesas que mandan los mexicanos trabajando en Los Ángeles. Éstas se han invertido sabiamente — la vida es muy cómoda para los que quedan en el pequeño pueblo — pero todo intento por desarrollar una economía local ha fallado. Los trabajadores han considerado instalar su propia fábrica en Nazíparo, pero está demasiado lejos de proveedores y clientes.
Y este es el mejor de los casos. El destino usual de las regiones que pierden trabajos es que la gente se vaya y se vaya, por generaciones. La vida sigue igual para cualquiera que no se vaya — o decae; todo el mundo se va de la región, y aquello se vuelve un pueblo fantasma.
La productividad, tan valiosa en una ciudad o una región urbana, es un desastre en las áreas rurales. Si una mejoría tecnológica hace que un hombre pueda realizar el trabajo de seis, entonces los cinco restantes se vuelven "redundantes" — es decir, desempleados y probablemente sin posibilidad de empleo.
En los 1790s, por ejemplo, una nueva variedad de ovejas fue introducida en las tierras altas de Escocia, y remplazó a las pequeñas ovejas nativas. Proliferaron ahí, pero para crear pasturas para ellas, los campesinos fueron expulsados de su tierra — expulsados con el fuego y bayoneta. Muchos murieron de hambre; otros se fueron a las ciudades escocesas — que no tenían trabajos para ellos; algunos fueron vendidos por sus señores como sirvientes. Los más suertudos emigraron.
En el siglo XX, la India desarrolló una máquina de hilar impulsada por una rueda de bicicleta, que permite a un usuario hacer el trabajo de diez. La India no ha podido promover esta máquina, pues no tiene forma de absorber los cientos de millones de personas cuya fuente de trabajo sería eliminada.
Mejoras como estas sólo funcionan en las regiones urbanas, donde los empleos ahorrados se pueden redirigir para hacer otro tipo de trabajo.
Una ciudad avanzada puede producir trasplantes: sus fábricas son lo suficientemente independientes como para no necesitar la red interconectada de proveedores en la ciudad, sino que se puede mudar a cualquier parte del mundo. Por décadas, las regiones pobres han deseado atraer estos trasplantes, pues crean empleos. (Si no es que siglos: el Zar Pedro el Grande desaba desarrollar a Rusia a base de trasplantes.)
Pero precisamente por la independencia casi total de los trasplantes, éstos no crean desarrollo. Las fábricas (o cualquier operación de trabajo trasplantable) no son la causa del desarrollo; son un efecto tardío.
Jacobs brinda una parábola edificante. En 1975, el Sah de Irán
firmó un contrato para construir una inmensa fábrica de
helicópteros en Isfahan. El contratista principal era Textron,
que instaló una subsidiario en Euless, Texas, para desarrollar el
helicóptero en sí. La construcción de la fábrica se subcontrató a
la Jones Construction Co. de Charlotte, Carolina del Norte.
Jones delegó la parte eléctrica de la fábrica a la Howard P. Foley Co. de Washington, D.C.; Foley a su vez utilizó seis proveedores de material eléctrico — e.g. S-Tran Products de Alexandria, Lousiana, quien a su vez subcontrató el equipo de interruptores a la General Electric, con plantas en Texas, Carolina del Norte, Illinois e Iowa. Jones subcontrató el aire acondicionado y la plomería a la Sam P. Wallace Co. de Dallas, Texas, cuya red de sub-subcontratistas abarcaba 150 compañías.
El Sah pensó que estaba comprando desarrollo, y así haciendo de Irán una nación avanzada. Pero todo lo que compró fue una fábrica, aunque fuera inmensa. Lo que necesitaba para ser desarrollado era algo que no podía comprar: la red de miles de compañías que juntas le permitían a los EUA construir esa fábrica.
(Al final de cuentas ni siquiera obtuvo su fábrica — fue derrocado cuando sólo la tercera parte estaba terminada.)
Finalmente, una ciudad genera enormes salidas de capital, que puede utilizarse por todo el mundo. Pero el capital a solas no vuelve productiva a una región, por razones que deberían ser familiares ahora: no crea una red de proveedores interconectados, diversos y creativos.
Como ejemplo, Jacobs relata la historia de la Tennesee Valley Authority (TVA), un proyecto gigantesco para desarrollar una de las áreas más atrasadas de los Estados Unidos. El corazón del proyecto eran presas hidroeléctricas que suministraban un recurso económico importante: electricidad abundante y barata, la cual atrajo a fábricas que utilizaban mucha energía.
Funcionó, en el sentido de que las fábricas se trasladaron ahí, se crearon empleos y la vidad rural mejoró. Pero en un nivel más profundo falló, pues no desarrolló ninguna región urbana y dinámica que remplazara importaciones. En los 1970s, después de cuarenta años de ayuda intensiva, partes de esta región seguían siendo deprimentemente pobres. En 1976, cuando se abrió una fábrica nueva en la parte de Alabama de la TVA, 40,000 personas solicitaron trabajo cuando sólo había 1,400 empleos disponibles. Para esta época la TVA ya había construido presas en todos los ríos; su respuesta fue construir plantas de carbón (que funcionaban con carbón extraido de minas a cielo abierto) — que reducían la ventaja de costos de la región — y luego plantas nucleares — que eliminaron esta ventaja por completo.
También hay regiones que son ignoradas por las ciudades — áreas de trabajo duro, que viven de agricultura de subsistencia, y que pierden poco a poco las habilidades que una vez poseían. Jacobs menciona un asentamiento donde fue enviada su tía como misionario. La tía quería construir una iglesia con las grandes piedras que había en el lecho del río; pero los lugareños le explicaron pacientemente que eso era imposible. Como todo el mundo sabía, el mortero sólo podía pegar piedras pequeñas; y estas sólo se podían usar para estructuras pequeñas como chimeneas, ciertamente no un muro completo. Esto no era el Tercer Mundo; era la Carolina del Norte de los 1930s, y la gente descendía de una comunidad con una larga tradición de albañilería.
(Como corolario, cuando oimos de poblaciones con un nivel extremadamente primitivo de bienes materiales y habilidades — los aborígenes de Tasmania, por ejemplo — lo más probable es que estemos tratando no con el estado original de la humanidad, sino con un pueblo que ha decaido desde sus orígenes.)
La idea de que las economías pertenecen a las naciones en vez de a las ciudades no es sólo confusión intelectual; de hecho daña el desarrollo económico — es decir, el desarrollo de las ciudades.
Una forma de ello es a través de divisas nacionales. El valor de una divisa es un mecanismo de retroalimentación. Si una divisa comienza a devaluarse, esto actúa como un arancel automático, temporal y calibrado: las importaciones se vuelven más caras, las exportaciones más fáciles. Esto debería impulsar la sustitución de importaciones y el desarrollo de nuevo trabajo para exportación.
Y así lo hace cuando cada ciudad tiene su
propia divisa, como lo era casi hasta antes de la era industrial. Las
divisas nacionales, sin embargo, son un batidillo de las economías de
todas las ciudades de esa nación. Esto es especialmente malo para una
ciudad atrasada en una nación económicamente activa, pues la ciudad
recibe exactamente la retroalimentación incorrecta. Una divisa fuerte
permite importaciones baratas, lo cual reduce el ímpetu de la ciudad
atrasada por remplazarlas, y al mismo tiempo debilita las
exportaciones de esa ciudad.
La retroalimentación incorrecta a veces puede corregirse con aranceles explícitos. Un ejemplo son los Estados Unidos recién formados, donde las exportaciones eran en su mayoría rurales. La retroalimentación de la divisa, en efecto, le decía al país que debía importar libremente, y esto dañaba la industria de las ciudades. En 1816, el gobierno comenzó a establecer aranceles para beneficiar a la manufactura. Esto tuvo éxito: las ciudades ahora podían competir contra las importaciones más caras, y comenzaron a remplazarlas con su propia producción.
(El único problema es que el Sur tenía exportaciones fuertes y casi nada de manufactura. Los aranceles no causaron más que molestias en el Sur, y esto fue uno de los factores que llevaron a la secesión.)
El Japón que se industrializaba también tenía aranceles; uno debe preguntarse por qué el "libre comercio" se ha vuelto un dogma que debe imponerse en todas las naciones. La respuesta es clara, sin embargo: no es porque éste facilite el desarrollo — de hecho, todo lo contrario. Le ayuda a los países que ya tienen economías de exportaciones fuertes.
Más allá de esto, Jacobs describe lo que ella llama "asesinos de la economía de las ciudades", o de forma más neutral, transacciones decadentes. Estas son:
Producción militar prolongada. Mucha gente, al pensar en lo que ocurrió en Alemania y EUA antes de la Segunda Guerra Mundial, cree que prepararse para la guerra es un estímulo. Y lo es, si es temporal.
El problema es que el gasto militar a largo plazo es equivalente a tomar la riqueza de las ciudades y tirarla a la basura. Los ejércitos absorben cantidades enormes de productos y capital, y no producen nada a cambio — o la producción se utiliza en la guerra, o se distribuye a las tropas que a su vez no producen nada.
Subidios a regiones pobres por tiempo prolongado. Jacobs les ve los mismos problemas que a la producción militar: el dinero gastado es estéril. Puede mejorar las condiciones de vida de la gente a la que ayuda, pero como con la TVA, no produce ciudades nuevas que puedan generar innovación y riqueza.
Comercio de un lugar avanzado a uno decadente por tiempo prolongado. Ya nos hemos topado con esto, en el contexto de fábricas trasplantadas o inversiones de capital mal guiadas. El problema es cuando las ganancias de estas inversiones se reinvierten en más de lo mismo, como en los préstamos crecientes a naciones pobres.
Estas transacciones, apunta Jacobs, son las preocupaciones de los imperios. Los imperios se construyen por las ciudades; pero inevitablemente extraen la riqueza de sus ciudades para estas actividades improductivas, hasta que el estancamiento y la decadencia se imponen solos.
Anteriormente aprendimos, al mencionar la hambruna de Irlanda, que las potencias coloniales fueron activamente hostiles al desarrollo dentro de sus imperios; lo veían como competencia. Aunque esto ya no es política explícita, yo sospecho que el mundo todavía sufre de los efectos de esta adopción voluntaria del estancamiento. Las naciones pobres no desarrollaron el hábito de remplazar importaciones, y las naciones ricas aun intentan monopolizar la industria, en vez de innovar con trabajo nuevo.
Las ciudades también pueden apuñalarse en la espalda ellas mismas:
Pueden restringir las empresas. Los que tienen riqueza gustan de mantener a los que no la tienen fuera del juego, al parecer bajo la creencia de que la prosperidad es un juego de suma cero; el resultado es, en el mejor de los casos, una pérdida de oportunidades para el crecimiento, y en el peor, estancamiento y decadencia.
En la Inglaterra renacentista, por ejemplo, la mayoría de las ciudades comenzaron a restringir a los artesanos de exportar su trabajo a otras ciudades — esto le dio un monopolio a los mercantes poderosos. Pero el crecimiento nuevo casi siempre viene de productores que encuentran nuevo trabajo de exportación; las ciudades inglesas redujeron así su desarrollo que parecía prometedor. (Londres floreció porque no tenía nada de estas tonterías.)
Durante la mayor parte de nuestra propia historia, las empresas de negros fueron suprimidas cuando se iban formando. A veces simplemente se declaraban ilegales, como cuando en Washington, D.C. se les negaron licencias para negocios a los negros en 1835. A veces era una acción encubierta; en Rochester, Nueva York, los negros emprendedores ansiaban construir su propio hotel, alrededor de 1900, pero nadie les vendía una propiedad. A veces la supresión era cruelmente refinada: en los 1960s, Nueva York hizo una licitación para arreglar 37 edificios de Harlem; las reglas decían que sólo podían participar compañías que trabajaran al mismo tiempo en los 37 edificios, así sacando del juego a cualquier empresa local de negros.
Pueden sobre-especializarse. El éxito exhilarante del presente puede ser la falla del mañana. Una empresa demasiado exitosa llega a ser prácticamente autosuficiente, en vez de depender de una red interconectada de productores locales; éstos se atrofian, y con ellos el potencial para nuevos tipos de trabajo. Esto es lo que pasó con Detroit: de ser un centro de manufacturas diversas, produjo la industria automotriz estadunidense — que en cuanto adquirió la autosuficiencia mudó la mayoría de sus fábricas a otros lados, y dejó a su ciudad natal viéndose como los restos de una supernova.
A mediados de los 1800s, los estudiosos consideraban a Manchester
como la Ciudad del Futuro, dominada por completo por sus enormes y
deprimentes fábricas textiles. En contraste, Birmingham parecía
un revoltijo, sin ninguna especialidad, sólo un grupo de
productores pequeños que hacían de todo, desde botones y vidrio
hasta armas y juguetes baratos de metal.
Para los 1960s, en Inglaterra quedaban sólo dos ciudades vigorosas económicamente: Londres y Birmingham. Las Fábricas del Futuro de Manchester se volvieron obsoletas rápidamente, mientras el resto del mundo aprendió cómo hacer telas de forma eficiente, y Manchester no tenía nada para remplazarlas. Birmingham siguió añadiéndose nuevos tipos de trabajo, hasta la era de la alta tecnología (el motor a reacción se desarrolló en parte ahí).
Pueden idolatrar lo grande. Las compañías grandes atraen de forma natural atención y capital; siempre parecen ser apuestas seguras. Pero el nuevo trabajo de exportación — y los empleos nuevos — se desarrollan usualmente por empresas jóvenes y hambrientas.
Jacobs habla de cómo una ciudad en decadencia se revitalizó por un capitalista que fue lo suficientemente inteligente para darse cuenta de esto: Ralph Flanders, quien decidió que el problema de Boston era que estaba poniendo todo su capital en bonos improductivos, otras ciudades o empresas viejas y moribundas. En 1946, él fundó una empresa de capital de riesgo específicamente para ayudar a las compañías nuevas en Boston (y con la política, hasta entonces nunca vista, de de financiar las nuevas compañías pero no tomar el control sobre ellas). Lo que ocurrió es que uno de sus primeros préstamos fue a una compañía fundada por un trio de científicos de Harvard (Tracerlab, ahora EGS Gauging), que no habían podido obtener nada de los banqueros de Boston y Nueva York. Fue un gran éxito, y la empresa de Flanders, ARD, continuó ayudando a otras compañías de alta tecnología (como DEC, notablemente), y así ayudando a producir una explosión de alta tecnología en el área de Boston. (ARD también ayudó a inspirar el desarrollo de la industria de capital de riesgo.)
La pregunta más difícil de nuestros tiempos es cómo desarrollar economías. La competencia entre capitalismo, fascismo y comunismo fue un desacuerdo sobre este tema; hoy la batalla es entre variciones del capitalismo. (El fascismo islámico es otro participante en la competencia — el recurso desesperado de naciones que han visto intentarse casi todo lo demás, sin éxito.)
Si Jacobs está en lo cierto, casi todo el mundo intenta resolver este problema de forma incorrecto, al concentrarse en naciones en vez de ciudades, al concentrarse en regiones rurales en vez de urbanas, y al involucrarse en transacciones decadentes.
Las buenas intenciones no son suficientes. En los 1960s los Rockefeller, repletos del dogma estándar de que la riqueza se basa en la agricultura, decidieron construir una fábrica de Dispositivo Intra-Uterino (DIU) en un diminuto pueblo en un área altamente rural de la provincia de Uttar en la India. No sólo el DIU promovería el control natal, sino que se crearían empleos en las áreas rurales donde eran necesarios.
Fue un fiasco. Hubo infinidad de pequeños retrasos, esperas de herramienta o provisiones, esperas de reparaciones, esperas para que trabajo mal hecho fuera corregido. Fue difícil conectarse a la electricidad local; cuando por fin se hizo, ésta no fue suficiente. Había pasado casi un año y la fábrica todavía no estaba operando, y si lo hubiera hecho, hubiera sido poco práctico mantenerla. Los directivos cerraron la fábrica y la mudaron a la ciudad grande más cercana, Kampur — e hicieron funcionar la fábrica en seis semanas.
Como muestra de que otras ideologías no tenían mejor entendimiento del desarrollo, Mao casi destruyó China con su Gran Salto Adelante (1958), el cual trataba de saltarse a las ciudades y desperdigar fábricas sobre el campo chino; el resultado fue caos y hambruna.
De maneras importantes se vería igual que ahora. Su idea es, después de todo, que el desarrollo sale de las ciudades, entonces cualquier desarrollo verdadero que veamos — en Hong Kong o Seúl o São Paulo, por ejemplo — ya es "Jacobeano". La buena noticia es que el desarrollo de las ciudades es un proceso natural, y muchas veces el problema es no cómo arrancarlo sino cómo quitar obstáculos para que pueda ocurrir.
En muchas formas, sencillamente gastaríamos menos tiempo y dinero en lo que no funciona:
Las ciudades y países no se molestarían en intentar atraer fábricas trasplantadas (que es en lo que se enfoca la mayoría del desarrollo internacional actual). En el mejor de los casos, esto se vería como una medida de emergencia, alejada un solo paso de pedir limosna.
Por razones similares, se haría menos esfuerzo en ser indulgente con los grandes negocios. Las grandes empresas se pueden cuidar a sí mismas; no necesitan indulgencias.
Las naciones y ciudades se alarmarían, en vez de complacerse, cuando su prosperidad depende de la extracción de recursos naturales; se darían cuenta que este es un tipo de fortuna traicionera, pues no sólo es transitoria, sino que disuade del desarrollo verdadero hasta que es demasiado tarde.
Las naciones y ciudades no temerían la prosperidad de sus rivales, pues una economía más grande beneficia a todos. Las ciudades no dejan de importar bienes cuando remplazan importaciones; simplemente cambian sus importaciones a cosas nuevas. Una nación Jacobeana no se preocuparía por rivales extranjeros, sino por la innovación de trabajo local.
Y como pasos positivos:
Si una nación desea desarrollar una región, se enfocaría en crear una ciudad que remplace importaciones. Una versión Jacobeana de la TVA, por ejemplo, hubiera intentado transformar a Knoxville en una ciudad dinámica.
Las ciudades promoverían la creación de empresas diversas, pequeñas e innovadoras. Eliminarían barreras para el desarrollo (como monopolios, discriminación racial o de castas, y zonificación o uso de suelo a gran escala), y los inversionistas financiarían empresas nacientes que luchan por arrancar. (Jacobs no lo menciona, pero yo creo que una gran ayuda en los EUA sería un plan nacional de salud; la falta de cobertura médica desalienta a los trabajadores que quieren unirse a compañías pequeñas.)
Una ciudad se concentraría en incrementar su tecnología existente. Recordemos que Tokio primero desarrolló la reparación de bicicletas, no la manufactura de autos. La alta tecnología es atractiva, pero no va de acuerdo con una ciudad hasta que ésta puede producir todas las partes por sí misma.
El sueño de divisas unificadas se abandonaría, a favor de áreas más pequeñas de divisas que resultarían en la retroalimentación correcta para las ciudades. Las ciudades también podrían imponer aranceles temporales para fomentar la producción local.
También recolectaríamos más datos relevantes. Mucha de la información necesaria para evaluar el bienestar de una ciudad no está disponible. ¿Cuánta diversidad existe? ¿Cuántas importaciones se remplazan? ¿Hasta dónde se extiende la región urbana? ¿Son nativas sus fábricas, o son trasplantes? Los datos nacionales son poco útiles para responder estas preguntas — las exportaciones de una nación no son la suma de las exportaciones de sus ciudades, por ejemplo, pues las exportaciones de una ciudad a otra son tan importantes como las exportaciones al extranjero.
Jacobs es difícil de resumir — no pone paja en sus libros, y sus ideas son lo suficientemente poco ortodoxas que puede tomarse todo el libro para responder a todos los peros.
Pero más allá de esto, sencillamente es interesante pasar un tiempo en el cerebro de Jacobs. Es el opuesto de la clase de ciencia ficción moralista de la que están hechos la mayoría de los escritos sobre economía y política: ella está repleta de información de la vida real y anecdótica, que es digna de leerse aunque a veces tome un tema preferido para quejarse. Jacobs casi cumple noventa años de vida y sigue escribiendo; su último libro es Viene una Era Oscura (Dark Age Ahead), el cual profundiza en detalles sobre las eras decadentes y en la pregunta de si nos dirigimos hacia una de ellas.
Una buena forma de continuar con su promoción de la diversidad y de los valores humanísticos en la ciudad es el libro Un Lenguaje de Patrones (A Pattern Language) del arquitecto Christopher Alexander, que demuele y reconstruye la arquitectura de la mima forma en que Jacobs reconstruye la macroeconomía.
O tambíen podrías jugar mucho Sim City — los diseñadores del juego han leido tanto a Jacobs como a Alexander — o Civ, que toma el punto de vista ultra-Jacobeano de desarrollar tu civilización utilizando sólamente ciudades.
Notas finales
Jane Jacobs murió en abril de 2006, después de que se escribiera el original de este artículo.
No sé si hay traducciones de sus libros al castellano. Sería maravilloso que las hubiera; el tener una explicación empírica de cómo funciona realmente la economía es muy iluminante.
Federico Mena-Quintero <federico@gnome.org> Tue 2011/Feb/22 22:08:34 EST